2 mar 2009

ESCRIBATOR

por Anónimo Hernández

Jamás sospeché que una huelga de escritores en Hollywood traería a varios productores a las puertas de mi casa. Al principio me sorprendí y supuse que debía tratarse de una confusión, pero viéndolo bien, resultaba natural. En su momento me lo expliqué así: yo no estoy en huelga; les salgo más barato; y sus obras son tan malas como las mías.
Provenientes de varios estudios cinematográficos, los hollywoodenses me pasaron montones de películas (que nunca pude ver porque mi tele no funciona desde hace años), lo mismo que algunas carpetas con recomendaciones técnicas; de entre éstas, hubo una que llamó mi atención y terminó por persuadirme: “En el desarrollo de sus historias, siéntase libre de mezclar distintos tipos de géneros, personajes, lugares. Por ejemplo: combine millonarios con vampiros; zombies con jugadores de hockey; drama con horror…”, etcétera.
Con tantas licencias poéticas pensé que sería una tarea de lo más fácil, pero después resultó que no se me ocurría nada. Pasaron días tan tranquilos y soleados que no se inquietaba ni mi imaginación. Días que se convirtieron en semanas.
Hasta que comenzaron las llamadas de larga distancia. A diferencia de los escritores gringos, a mí me pagarían a destajo y sin adelanto alguno. Y aún así los telefonemas fueron aumentando y recrudeciéndose hasta que llegaron a las amenazas de demandas legales, de vetos, y hasta de extradición, como si fuera un narco. No me sentí en posición de reclamar nada, por el contrario, me asusté tanto que me escondía bajo la mesa cada vez que sonaba el teléfono. Me aboqué a seguir las sugerencias que me habían dado con el fin de inventarme un sistema creativo, cuyos generales enumero aquí.
Primero, vinieron a mi mente (a mi rescate) varios amigos de juventud, principalmente el Gumaro. Éramos un grupillo de golfos que bebíamos cerveza refugiados en los zaguanes de distintas vecindades. Una noche, el Gumaro, embelesado por una película en boga, y ya medio pedón, pidió que a partir de entonces le llamáramos el Terminator.
–No seas ridículo…
–Qué tiene…
–Nadie inventa su propio apodo.
–Además, te pondríamos el Kelvinator, no el Terminator
–A huevo, tienes más cuerpo de estufa que de refrigerador!
–JAJAJAJA…
Allí hallé mi primer componente.
El segundo provino de otro héroe fílmico de la época, Robocop, cuya indumentaria lo hacía más impresionante que Schwarzenegger –con todo y su cara de robot, su inglés de robot y su mentalidad de robot–: un exoesqueleto metálico y resplandeciente le quedaba de maravilla a mi protagonista.
El tercer elemento sólo podía provenir de lo único que me importa en la vida. Mi superhéroe, inmerso en un medio ignorante y vulgar, buscaría hacer justicia a una de las máximas manifestaciones del hombre: la Literatura Universal.

Saliendo de un auto futurista en plena colonia Doctores, estremeciendo el pavimento a cada paso bajo el peso de su armadura, cobró vida Escribator, el Defensor de las Letras.
Escribator. Un nuevo héroe, un héroe para nosotros.
Escribator: mitad androide, mitad estufa.
Sobre su pecho destacaba una especie de teclado de computadora que activaba parte de sus artilugios bélicos. Su casco simulaba un ratón (de computadora, no de biblioteca). Y de sus puños sobresalían dos finos cañones en forma de pluma fuente. Una chingonería. Sobre todo porque su arsenal producía sonidos como: Pfffffffffff! Yyyiiikkk! Chiu-chiu-chiu!
En pleno Bronx mexicano, un barrio muy cabronx, Escribator inició su labor justiciera contra lo primero que le indignó: los anuncios de negocios que leían: “Hamburgesas y jodogs”, “Proibido miar aqui”, “Tortas gigantes Las Moustrosas”, “Jugos y Yugurs”, “Cluchs y amortigüadores”, etcétera, achicharrándolos con su lanzallamas: Pfffffffffffff!
El héroe prosiguió sus labores aplicando el infamante Calzón Chino a todos aquéllos que escuchaba diciendo cosas como “mas sin embargo” o peor aún “mas sin en cambio”.
–A-la-alberca! –comenzó a sentenciar, como parte del folclor heredado de su tío el Kelvinator, con una voz robótica que, mas sin en cambio, recordaba mucho al Charro Avitia.
La gente gritaba dispersándose por las calles presa del pánico:
–Corran!
–Huyamos a estudiar gramática!
Implacable, Escribator centró después su atención en los puestos de periódicos. Revisó las revistas de chismes, las publicaciones deportivas, los semanarios sensacionalistas. Al llegar a los suplementos culturales, por un error de su creador –o sea, mío–, se vio imposibilitado para maniobrarlos hábilmente. En busca de un buen escritor, las lajas de papel se escurrían entre sus dedos mecánicos desfoldándose y volando por los aires, cual gaviotas a la mar.
Yyyiiiikkkk. Quedaron reducidos a tiras.
Enfurecido ante tanta ignominia lingual, Escribator tiraba los kioskos y les prendía fuego con su lanzallamas, dejando un panorama de destrucción tras de sí. En ese momento me di cuenta que la limpieza literaria, propósito para el que fue creado, estaba yendo muy lejos, casi como la limpieza étnica de los Balcanes.
Y al igual que otras bestias creadas por el hombre –creadas concretamente por un escritor– Escribator finalmente cobró vida propia.
Ha dejado de obedecerme. Ahora zarandea policías, voltea patrullas.
–A la alberca!… A la alberca!
Errando pero no errando, ha cruzado ya por varios barrios, populares y popoff…
Pero esperen!… Oh my God!… No! Ahora se perfila hacia una afamada casa de libros!
–Detente, esto es demasiado!
Entra destruyendo las puertas de la librería y reduciendo a escombros las mesas de novedades.
–A la alberca!
Se detiene cerca de las promociones como si revisara internamente los comandos a ejecutar:
–Primero-los-aburridos –sentencia su voz metálica.
–No, Escribator, acabarás con los teóricos, con los historiadores, los filósofos…
Chiu-chiu-chiu. Lanza una ráfaga de microbalas que reduce muchísimos libros a simple confeti.
Ha escapado de mi control.
–Ahora-los-parásitos…
–Qué? Destruirás a los críticos?… Qué haremos sin ellos!… No!
Yyyiiikkk. Rajados como serpentinas.
–Faltaba-un-poco-de-alegría-por-aquí… –ironiza para sí misma la máquina infernal, arrojando confeti y serpentinas por doquier.
Yendo de un lado a otro con su cuerpo de lavadora, decide su próximo paso:
–Siguen-los-pedantes-y-farsantes… Aunque-haga-verso-sin-esfuerzo.
–Eso no! Maldito! Acabarás con casi toda la literatura mexicana actual!…
Pfffffffffffff!
Fuego por todas partes...
De aquel paisaje apocalíptico sólo se han salvado unos cuantos libros, los de siempre...
El robot literario se detiene como si admirara su obra y buscara el toque final:
–Sólo-faltan-los-escritores-malos…
–Qué?… No puedes hacerme esto!…
–A la alberca!
–Soy tu amo!
Chiu-chiu-chiu.
–Aaaggghhh!

FIN


[Tomé esta imagen de un blog, pero no recuerdo el blog ni el crédito. Agradeceré la información. El mensaje es mucho más chingón que los pedantes anuncios de librerías Gandhi.

El video es una versión de las Mañanitas al estilo Pink Floyd para celebrar mi cumpleaños. Jaja! También tienen una versión de Pin-Pon al estilo Hotel California. Qué payasada!]




16 feb 2009

MI AGENTE EN TIJUANA (4 y último)

Ridículo literario en Ensenada
por Anónimo Hernández
Para Karla, Alfonso, Nora y Tenoch

Cuando digo “K es muy buena agente”, la gente cree que digo “K es muy buena gente”. Por eso la gente la mira con aprecio. No me refiero a toda la gente, sino a mis familiares, mis conocidos, mis vecinos. Esa gente que cree en mis palabras y, además, agradece que una agente se interese en alguien tan insignificante, como escritor y como gente.
K es mi agente y sabe que hay gente para todos los gustos. “También un escritor malo puede tener lectores y hasta admiradores”, dijo un día mientras me presentaba ante una audiencia en la acogedora ciudad de Ensenada.
Desde Tijuana tomamos la carretera escénica, un espectáculo para cualquiera, menos para un escritor tarado que se ha emborrachado la noche previa y sólo ha dormido dos horas. Recuerdo haber visto, entre sueños, la enorme escultura de un Cristo similar al brasileño pero que tiene una antena en la cabeza, o algo así.
Poco antes de llegar a Ensenada, K propuso visitar algún viñedo de la región. Nos detuvimos para degustar vinos gratis y compramos varias botellas que fuimos despachando desde ese momento. K compró un poco de queso, uvas y una hogaza de pan rústico –envuelta en una elegante bolsa de papel estraza. Aquélla me pareció una manera muy civilizada de tratar a un escritor y me sentí francamente afortunado. Viví uno de los momentos más lindos de mi vida, a no ser porque mi madre insistía en mandarme mensajitos por celular: “Ontás?” “Kestás haciendo?” Con tal de controlarme, la viejita había aprendido el procedimiento y el lenguaje del caso. De hecho, cada vez que veo jovencitos redactando mensajes, creo que se los mandan a mi madre. O peor, que contestan los que ella les ha enviado.
Como no soy del todo compatible con el vino, compré a escondidas una botella de tequila en un pueblo habitado por rusos, cuyos fundadores debieron de haber estado muy perdidos porque se asentaron en pleno desierto. “Stoy en un pueblo ruso, una Siberia humeante”, le contesté por fin a mi madre.
Retomamos el camino a Ensenada y, en el trayecto, me enteré de algunas aventuras de K como cinta negra en karate –como la vez en que llegó a defender a una amiga y persiguió a unas pochas alrededor de un carro amenazando con madrearlas–, así que más me valía obedecerla en cualquier cosa que me pidiera.
Por fin entramos a la sorpresiva ciudad de Ensenada, hermosa e interesante como debe serlo un puerto con categoría. Paseamos un poco entre la neblina y la brisa fresca, que contrastaba con el clima desértico de los viñedos. Muchos de sus edificios presumían un aspecto europeo, un poco sin ton ni son: en días soleados, algunas partes debían parecerse a Disneylandia, anoté en mi cuaderno, y luego pensé: bueno, por eso soy un escritor malo.
Unas calles antes de llegar al hotel, K. Brown carraspeó, se puso seria, y fue terminante conmigo:
–Son las 6, tu presentación es a las 8 en punto. Quiero que te instales, te repongas del viaje y repases lo que vas a decir. Nada de fans ni de tequila. Me estás oyendo?
–Sí… Quiero decir: Simón –le contesté sin entender a qué se refería.
Tenía razón. A las puertas del lobby, había un grupo de gente con pancartas saludándome y hasta agradeciendo mi visita. Algunos echaban porras que decían:
–Ma-lo! Ma-lo! Ma-lo!
Otros coreaban fragmentos de textos que yo no recordaba haber publicado. K me cubrió la cabeza con la bolsa elegante donde nos habían vendido el pan y nos escabullimos al hotel por una puerta trasera destinada para el estacionamiento. Sentí tanto pavor que sólo pude cumplir la primera parte de su advertencia (nada de fans) refugiándome en la segunda (la botella de tequila oculta en mi maleta).
A las 7:30, K. Brown pasó por mí. Yo había bebido medio litro y trataba de mantener la vertical.
–Necesito mandar algo por internet, espérame aquí, es la oficina de la subgerente del hotel –me dijo, el problema fue que yo le entendí “la sugerente del hotel”. Y cuando me quedé esperando durante veinte minutos sin que ninguna “sugerente” me visitara, fui a buscar a mi agente por todas partes. Nada. Al cabo de vocearla durante un rato por los altavoces, mi agente apareció acomodándose el escote, seguida por un doncel que podía ser mi hijo:
–Dónde estabas, llevo horas buscándote –me reclamó jalándome del brazo–, eres incontrolable. Vámonos.
Durante la espera, yo había dado cuenta de otro cuarto de tequila, así que apenas podía caminar.

Como era la primera vez que alguien me pedía brindar una charla en público supuse que no habría asistentes, por lo que me quedé helado al contar tanta gente en la sala. Al verme aparecer, gritaron:
–Ya llegó! Jo-jo-jó!
–Ya está aquí! Ji-ji-jí!
Pensé que me desmayaría. Había prensa y cámaras de televisión. Me sentía paralizado. Fue entonces cuando K, dueña del micrófono, dijo que también un escritor malo podía tener lectores y hasta admiradores.
“Kestás haciendo?”, me preguntó mi madre por celular.
Esta vieja tiene celulitis, pensé y apagué el maldito aparato.
No recuerdo lo que expuse ante el público una vez que tuve el micrófono, pero poco importó porque nadie pudo haberlo entendido. Traté de hablar sobre mis experiencias como escritor malo; todas esas cosas que he confesado en revistitas desconocidas que me incluyen de último momento para llenar espacio al cierre de edición. Lo único cierto era que mi lengua se había hinchado y hacía lo que se le daba la gana. Parecía de plastilina. No podía ni hablur, como decimos en mi ciudad. Volteaba hacia K en busca de auxilio, pero ella sonreía como diciendo: quedamos en que nada de tequila, no?
“Y aprovechando tu elocuencia, por qué no nos hablas sobre tal o cual”, decía con toda la calma, desquitándose. Cuando calculó que yo había hecho el ridículo suficiente, me quitó el micrófono y propició la charla con el respetable.
–Qué opina de la literatura mexicana actual? –fue la primera pregunta del público.
–No mgsta lerlos, sn abrrdísmos. Mdn ueva.
K me arrebató el micrófono y aclaró:
–Bueno, como nuestro invitado es de la capital, tal vez su acento nos resulte poco familiar aquí en el norte. Lo que quiso decir es que algunos de sus contemporáneos son… aguerridísimos… y que requieren de una lectura… nueva.
No supe qué me estaba pasando. Había caído sobre mí la vieja maldición: la maldición del alcohol. Tuve la clara sensación de que la había perdido. Había perdido a mi agente para siempre. Ahora era mi ex agente.
Entonces vino la segunda pregunta:
–Desde el punto de vista de la mala literatura, de la cual usted es un experto, qué opinión le merecen los movimientos literarios de los últimos diez años?
–Sn unbolade m-mones… Mparecen tods uns pndejos…
–Dice que hay una ola de… autorones, que nos dejan… perplejos.
No era yo quien hablaba. El demonio del licor me convertía en su Linda Blair y me hacía despotricar contra mis ídolos, el muy maldito.
–Una pregunta, señor malo. Qué opina de la relación entre escritores y editores en nuestro país…
–Inches puts… Editrs… Escritrs… Todson lomismo.
–Nuestro invitado aclara que, aunque guarda discrepancias con algunos colegas, las relaciones son de… compañerismo.
–Oiga, Malo, me gustaría preguntarle sobre el medio editorial de nuestro país…
–Sn uns hpócrtas… Nmás se publicn-ntrellos.
–Nuestro invitado afirma que, como todos sabemos, existen algunos grupúsculos, pero que vivimos un ambiente democrático y… bello.
–Según usted, qué futuro tiene nuestra literatura?
–Mvale madre… Tod s-ido al carajo!
–Nuestro invitado dice que todo estuvo muy padre pero que tenemos mucho trabajo… Así que agradecemos su visita. El autor, si es que puede, estará dando autógrafos aquí mismo –dijo K, despidiéndose y aplicándome un pellizco, que me salía barato porque bien podía haberme desmayado con un karatazo en la nuca.
Cuando yo esperaba una ronda de merecidos jitomatazos, la gente se volcó en un inesperado y atronador aplauso. Vendí casi todas las carpetas engargoladas con las fotocopias de mis inéditos. Volvieron las porras: Ma-lo! Ma-lo! Ma-lo! Una periodista me deslizó su tarjeta en el bolsillo de la camisa, rozándome varias veces la tetilla con mirada subgerente. Dos chicas se alzaron las blusas y dejaron sus pechos al aire.
–Quiero un hijo tuyo! –gritó una.
–Yo también –gritó otra.
Yo sólo pensé: “Ay, ojalá esto no salga en televisión… Si mi madre se entera, me mata…”

[Como si lo mereciera, K me llevó a cenar a un lugar precioso; luego fuimos a la legendaria Hussongs Cantina, donde oímos a los batos de este video; y rematamos en el Trocadero (pese a que su nombre prometía ambientes de jet-set, sólo era un bar de mala muerte donde compartimos barra con un par de maleantes como únicos clientes del lugar –por cierto, fue donde la pasamos mejor)].


26 ene 2009

DRAGÓN ROJO - Mi agente en Tijuana (3)

Dragón Rojo

por Anónimo Hernández

Tijuana es una ciudad tan, pero tan fea, que resulta bonita. Y yo estoy tan feo, que Tijuana y yo nos enamoramos en el acto. En las sabias percepciones de K Brown, mi agente, Tijuana es como Iztapalapa, pero en ciudad. Y seguramente tiene razón, jamás me atrevería a contradecirla (sobre todo porque puede dormirme con karatazo entre ceja, oreja y madre), pero doy por hecho que su comentario se refiere al aspecto físico, visual, pues no conozco a nadie que se haya enamorado de Iztapalapa. A lo que voy es que Tijuana tiene un ambiente tan permisivo que me hizo sentir en casa –como no me siento ni en mi propia casa.
Durante los primeros días anoté en mi cuaderno: "Tijuana se olvidó de embellecerse: se olvidó de las formas y de las apariencias". Pero lo taché para encimarle: "No olvidó nada: nunca le importó". Paseé por sitios de atracción en compañía de K, o de grandes personalidades como Esmeralda Ceballos cuando K estaba ocupada. Me encantó que para llegar a ciertos lugares dentro de la misma ciudad hubiera que hacerlo por autopista, sobre todo escuchando a Richard Cheese en el autoestéreo. Así, K comandó una tropa de asalto con las poetas Gabriela Puente, Ivonne Flores y yo; fuimos a Playas de Tijuana donde me tomé un clamato y una foto junto al letrero que advierte:

Aquí comienza la patria 

Conocí avenidas importantes como la Revolución (que los lugareños llaman Revu en vez de Revo) y la Coahuila (la Cagüila). Me tomé fotografías en el Jálale Ai, recinto de un deporte del mismo nombre traído por los vascos y del que México ha sido gran campeón durante años: el jálale ai. Y me saqué tantas fotos con una zebra que parecía burro maquillado de zebra que hasta nos hicimos amigos. Vuelve pronto, creo que dijo cuando nos despedimos. También cuchicheé con unos señores que se querían saltar una barda grandota que nunca supe qué era. Hablaban tan bajito que no les entendía nada, pero les asentí en cada pausa porque creían que yo realmente era escritor y periodista, y confiaban en que sus confesiones podían trascender algún día. En otro texto entredije que desde siempre he padecido de un mal muy malo. Los doctores no han podido diagnosticarlo –incluso dudan de su existencia–, por lo que he decidido llamarlo biblio-narcolepsia. El principal síntoma es que me quedo irremediablemente dormido a las primeras frases de un libro. Calculo que eso origina también que no memorice adecuadamente a sus autores y sus títulos, ya no digamos sus contenidos. Lo importante es que eso no sucedió con Historia de Tijuana, de Alejandro Lugo. Allí leí que el Centro Turístico Aguacaliente alguna vez fue mundialmente famoso por contar con un lujoso casino, un galgódromo, un hipódromo, acogedores bungalows; que entre sus asiduos se contaban Rita Hayworth, Buster Keaton, Clark Gable, Al Capone; que el sitio contaba con una imprenta y una escuela donde se impartía educación primaria a los hijos de los huéspedes y de los empleados… De pronto pensé que aquella descripción no sólo se ajustaba como guante de seda al exquisito recreativo, sino a toda la Tijuana de aquellos tiempos, a la de éstos, y de hecho al país entero: un oasis de ocio para celebridades y maleantes, con la imprenta dentro de sus instalaciones, con un nivel escolar de primaria, y señores saltándose una laaaaaaaaaaaaarga barda como si escaparan de una prisión. Todo el mundo me había hablado de la peligrosidad y la violencia de sus calles, pero como mi visita coincidió con un sangriento motín en el penal de máxima seguridad –en una rebelión ligada a los principales maleantes de la zona–, la inteligencia delictiva se concentró en ese punto y el resto de la ciudad fue un remanso de paz. No había lugar más seguro en el mundo, siempre y cuando caminaras lejos del penal, lo cual era fácil considerando que la humareda se veía a kilómetros de distancia. Con ese desparpajo conocí aspectos de la vida nocturna y me saqué fotos con señoras gorditas que tomaban el fresco muy despechugadas en las estrechas aceras de la Cagüila. Fui al Kinklé y al Zacazonapan. Entré a un lugar donde se sentía un calorón tan infernal, que las meseras empezaron a quitarse la ropa: –Qué buena idea! Jamás se me habría ocurrido! Acto seguido, las meseras se subieron a bailar sobre las mesas. –Esta ciudad es muy interesante! –le dije a un señor con mostachón mientras yo mismo comenzaba a desfajarme los pantalones. Pero supongo que debió acabárseme el veinte porque fui invitado muy amablemente a abandonar el recinto.

Además del motín, se celebraba el Festival de la Ciudad. Por todos lados había exposiciones, conciertos y cosas que le gustan a la gente que sabe mucho. Dentro de ese festival se insertaba mi taller, que como ya he dicho, se intitulaba henchidamente “Cómo ser un escritor malo en 10 sesiones”. Y respecto a éste sólo puedo rendirle homenaje al talento de los participantes, aunque queda claro que no faltaron las pequeñas reprimendas:
–Olvídate de Cien años de sobriedad… Según me dijeron, muchos años antes William Fuckner ya había hecho cosas parecidas… Déjame investigarlo y te informo.
O cuando un asistente leyó un cuento que decía: “Denise se fue a estudiar a París”…, me vi en la obligación de interrumpir para decir:
–Ya dijimos que no debemos temer al verso en prosa (o verso prosaico, como denostativamente le llaman), ni siquiera si cae en la temida rima, por lo que yo bien podría añadir: Denise se fue a estudiar a París, echándole un anís a su cuerpo de lombriz… Y podría seguir rimando si vosotros insistís. Pero a quién se le ocurre tener un personaje que se llame Denise? Y por qué enviarla a estudiar a París? –Eso qué tiene de malo, güey? –me espetó el aprendiz deslizando el odioso “güey” a su desliz. –Qué tiene de malo? Pues te respondo con otra pregunta: de verdad crees que hoy París es el mismo que conoció Hemmin, güey?… Ya pasó un siglo! París ahora está repleto de musulmanes y de latinoamericanos de medio pelo… Ustedes están aquí, en una de las aldeas más importantes del mundo [lo de aldea no les gustó nada]. Para qué llevan a sus personajes a estudiar a la Gordonna, o como se llame… Los convierten en el peor cliché!… Sus personajes, desde su nacimiento, son un cliché!… Es más, ustedes, como escritores, se convierten en un cliché!… Un cliché que caducó hace cuarenta años!… Eso no es ser un escritor malo… Eso ni siquiera es ser escritor!… Obviamente, después de tan apasionadas intervenciones, terminaba rendido. Pero en cuanto K daba por terminada la sesión y me llevaba a departir con las personalidades de la región, me sentía revivir.

Por fortuna, mi madre me había comprado un celular antes de venir a Tijuana. Lo hizo para controlarme, está claro, pero resultó de vital importancia durante mi estancia porque todos lo utilizaban para todo. En la mesa de una cantina por ejemplo, había momentos en que parecía que estaban mandándose mensajes unos a otros. Alguien enviaba un mensaje y otro se reía al leer uno que acababa de recibir. Alguien más llamaba y otro contestaba. Llegué a pensar que estaban hablando de mí. Los primeros días yo sólo recibía mensajes de mi madre (ponte un suéter para salir, no llegues tarde a dormir, me las pagarás cuando regreses), pero después ya estaba igual que ellos.
No sólo puedo presumir de que conocí a Rafa Saavedra y Pepe Rojo; a Sal Ricalde y al DJ Chucuchú, con quienes congenié de inmediato, quizá por feos; a Tere Vicencio; a Julio Álvarez y Karina Morales; al afamado editor sonorense Víctor Hugo Barrera; a Julio Orozco y Alejandro Zacarías; Javier González Cárdenas, Elma Barrera, Esmeralda Ceballos y Samantha Luna; a Leobardo Sarabia, mismísimo organizador del Festival de la Ciudad; a Olimpia Ramírez, Ava Ordorica, Vianka Santana; a Miriam García, Gaby Torres y Jenny Donovan; a Román Luján y a muchísima gente maravillosa que simplemente nunca alcanzaría a enunciar, pero que pueden estar seguros de que están incluidos aquí. No sólo compartíamos mesas y cervezas, sino que además me mensajeaba con ellos. Gracias al celular me tomé las fotos arriba mencionadas y departí con mis amigos en restaurantes como El Cielo (de Sergio González), el ibérico Chiki Hai, la Tía Juana, las carnitas de Los Gordos; antros tipo La guarida del jaguar y el 4 Amigos. Y cantinas como el Turístico, la Ballena, el bar del Hotel Nelson, la Estrella (que me dejó boquiabierto, “qué bonito lugar: es como Disneylandia para gente como yo”, el cual tuve la fortuna de conocer antes de que lo remodelaran con un pinchi estilo egipcio, según las recientes quejas de mis amigos). La cosa es que, invariablemente, terminábamos en el Dragón Dorado: –Dragón Rojo! –me corregían cada vez que confundía el nombre; pero cometí ese error con tanta frecuencia que ahora no recuerdo si decía Dorado y me corregían que Rojo, o si decía Rojo y me corregían que Dorado. La última noche del Festival de la Ciudad fue apoteósica. Conciertos masivos en las calles, clausuras, cumpleaños de Samantha, gente por todos lados. K elaboró un plan: que cada quien asistiera al evento de su preferencia pero que todos nos reuniéramos después de las doce en un punto céntrico aún por definir. Allí estaría el gran Rafa Saavedra con su playera de Radiante o vestido de Dandy, para que lo bautizáramos como Radianty. Allí habría dulces y caramelos y polvitos mágicos sabor menta y tutti fruti. Allí estarían todos y todo. Así que esa noche salí muy perfumado de mi hotel y recibí el primer mensaje preguntándome dónde nos juntaríamos tras la clausura del festival: –En el Dragón Dorado –respondí. –Dragón Rojo o Dorado? –Dragón Dorado, of course. Como el hotel Villa de Zaragoza quedaba en el centro, atrás del Jálale Ai, había decidido ir a pie; y acepto que en el camino me fui tomando unas copitas por aquí y por allá, todo con el fin de entrar en ambiente. Un rato después recibí un mensaje similar, ahora del DJ Chucuchú: –Ónde va a ser el party? –En el Halcón Dorado –contesté. –Halcón o Dragón? –Halcón. Caminando por la Revu, me interceptaron señores muy amables ofreciéndome Pusi, o algo así, que supuse que era un platillo típico de la región. Lo malo es que cuando tomo, no como. Así que proseguí. Había juegos pirotécnicos y gente disfrazada. Me encontré montones de personas en la calle que me saludaban efusivamente, pero estoy seguro de que me confundían con alguien célebre. De cualquier manera, invité a varios al reventón con mis amigos: –Será en el Halcón Dorado… –Halcón Dorado? –Rojo, perdón. Halcón Rojo Lo preocupante era que me obsequiaban diferentes bebidas cada vez: vodka, tequila, mezcal, bacanora, y como casi nunca tomo, me puse como chinampina. Entonces recibí otro mensaje con la misma pregunta: –Dónde? –ahora era Pepe Rojo –Estaremos en el Barón Rojo, que debe ser de tu tío, ja ja! –le contesté. –Muy gracioso, pero estás seguro que Barón Rojo? –Chin, no, creo que es Dorado. El Barón Dorado. Para esos momentos ya no sabía dónde estaba. Buscaba los letreros de las calles pero no significaban nada, igual podían estar en chino. Me quedaba mirándolos durante minutos sin descifrarlos. Ya no recordaba a dónde iba ni por qué había llegado allí. Me había olvidado del taller y de que era escritor. No sólo caminaba en forma de S sino de R y W. Bajo ese patrón nunca encontraría a mis amigos. Así que decidí poner un alto, rectificar mi comportamiento y tomar un taxi: –A dónde va, amigo… –Voy al… Nalgón Rojo… Tras unos instantes de duda, el taxista preguntó: –Nalgón Rojo o Dorado…

FIN

[Welcome to the jungle. Montaje que sincroniza la versión de Richard Cheese y Lounge Against the Machine con el video original de Guns and Roses. Ja!]





[Así eran los murales del salón de baile La Estrella; fotos: Miguel "El Tío Phil" Sánchez]





14 ene 2009

MI AGENTE EN TIJUANA (2)

La literatura sin mí
por Anónimo Hernández

Ya pronto hablaré del inmediato amor que surgió entre Tijuana y yo. Por el momento me limitaré a apuntar que Tijuana no sólo era la ciudad natal de K. Brown, mi agente, sino que ella, K, era de las pocas personas que podían presumir de abolengo en una ciudad de paso donde la mayoría de la gente no ha nacido allí. Porque incluso los tijuanenses de nacimiento generalmente proceden de padres fuereños. Bueno, pues K es ampliamente conocida porque puede presumir que su mismísima abuela nació en la tierra donde ahora, yo, debía corresponder a la confianza de su nieta.
Entrando conocí el viejo dicho sobre las tres hermanas: Ensenada la bonita; Mexicali la caliente; y Tijuana la piruja. Hay muchas variantes del dicho, pero ésta fue la que se me quedó grabada. Ya tenía una invitación para presentarme en Mexicali y pronto estaría en Ensenada. Había venido a Tijuana para dar un taller y mi mayor pavor consistía en no contar con ningún interesado. Pero, contra todo pronóstico, tenía más de 20 inscripciones, nada mal para un Don Nadie.
En el taller tuve la fortuna de contar con gente receptiva, excelentes relatos, muchísima participación. Fue muy fácil orientarlos hacia los mejores modos para convertirse en escritores malos. Entendían con facilidad los preceptos básicos, mostraban un talento natural para aprender técnicas y recursos indispensables para lograrlo, lo cual hizo que mi trabajo fuera muy sencillo y que los participantes notaran prontos adelantos.
Como el taller formaba parte del Festival de la Ciudad, no tardó en correrse la voz. En restaurantes, cantinas y antros, la gente se acercaba a preguntar sobre mis procedimientos. Más aún, tuve el gran privilegio de conocer a varios de mis grandes ídolos en el campo de las letras, como Rafa Saavedra, Pepe Rojo, Deyanira Torres; estuve a punto de conocer a BEF, que aunque no es tijuanense, casi coincidimos allí. Conocí a muchísima gente más, pero también hablaré de eso en otra ocasión. Baste con decir que me sentía soñado.
La gente me detenía en la calle:
–Usted es el escritor malo?
–Así es. Me gusta lo superficial y la ausencia de estructura.
–Chingón. Nunca cambie.

Pero una mañana, en mi cuarto de hotel, recibí una llamada de K, mi agente:
–Oye, bato, hay un evento que no está incluido en el Festival de la Ciudad. Se reúnen las personalidades literarias más importantes del país para discutir el futuro de nuestra Literatura.
Inflamado por el éxito, le dije:
–Debo estar allí.
–Pero la reunión es hoy mismo, por la noche.
–Tú eres mi agente. Tengo que estar allí.
–Muy bien. Déjame hacer unas llamadas. Te recojo por la noche, cuando termine tu taller.
La emoción me llevó hacia una botella de tequila desde temprana hora. Más tarde, en la sesión les mostré a mis alumnos la importancia de cultivar los lugares comunes una vez que hemos aceptado nuestra condición de escritores malos. Y, por supuesto, maticé mis enseñanzas con una botellita de agua que disfrazaba un contenido altamente etílico.

Por la noche, al recogerme, K me explicó que en esos días la legendaria temeridad de Tijuana se había concentrado en un motín dentro del penal más peligroso de la ciudad, entre cuyos objetivos podría estar la liberación de algunos elementos considerados Narco-in-Chief dentro de sus organizaciones. Por lo que la mayoría de los capos mafiosos se hallaban ocultos, quizá en cónclaves, esperando el desarrollo de los acontecimientos.
La seriedad de la noticia palideció ante otra que era aún peor: K había estado pegada al celular durante toda la tarde, pero sus esfuerzos no habían sido suficientes:
–No conseguí que te aceptaran en el evento… Mira, esa madre debe de tener meses planeándose, así que no pude modificarla en unas horas. Pero, si insistes, vamos a intentar algo in situ.
No le entendí, pero acepté. Nada pintaba bien si debíamos arreglarlo al ay sí tú, pero pensé: si estos escritores son así, ni modo.
Noté que ella también traía una botellita de agua y sólo recé para que no reconociera el verdadero contenido de la mía. Como es usual en Tijuana, tuvimos que recorrer infinidad de callecitas, bulevares, carreteras, vías rápidas, más callecitas oscuras, hasta que llegamos a una especie de mansión situada al centro de un amplio espacio verde, protegida por una reja de barrotes muy separados que permitían una vista clarísima del jardín, pero cuya altura impedía cualquier acceso, sobre todo al coronarse con alambre militar electrificado. En su totalidad, el sitio ocupaba una cuadra entera.
Al bajar del carro e intentar entrar, tuve un primer altercado. Ya no había hostesses, sino gorilas con aspecto de empleados de seguridad.
–Ya llegaron todos los invitados, no esperamos a nadie más –dijeron, desacreditándome por completo.
K tomó el control y me dijo:
–Déjamelo a mí. Vete hacia allá. Llegas a la esquina y das vuelta. Yo te llamo.
Seguí sus indicaciones.
Desde mi nueva ubicación pude ver que no sólo habían resultado tardías las llamadas de K, sino nuestra llegada. La cita efectivamente debió de ser para horas antes porque ya todos estaban dentro, charlando en el jardín con una copa en la mano.
Reconocí a… Eh… Bueno, estaban… O.K., no me acuerdo bien de sus nombres… Pero ahí estaban… To-dos… Reunidos en el patio… De pronto escucharon, proveniente de la reja, una retahíla de gritos:
–Maestros!… Soy yo!… Déjenme entrar!…
Algunos voltearon, pero parecieron más falsos quienes fingieron preocuparse que quienes fingieron que no pasaba nada. Los gritos continuaron:
–Maestros!… Por favor!… Maestros!… Volteen hacia acá!…
Para evitar el embarazo, alguna voz sugirió pasar al interior de la mansión y comenzar con el trabajo del día. Pero los gritos continuaron:
–Maestros!… No se vayan!… Maestros!… Por favor!… Déjenme entrar!… Maestros!… Maricas!… Perfumados!… Déjenme pasar!… Mamones!… Váyanse a la mierda!… Mafiosos!… Ni quien quiera estar con ustedes!… Jotos perfumados!…
Entonces K llegó derrapando hasta mi ubicación.
–Fuiste tú?
–Qué.
–El de los gritos…
–No.
–Oíste los gritos?
–Sí.
–Y no fuiste tú?
–No!
–Seguro?
–Sí!
–Está bien. Te greo –dijo con acento a vodka.
Nunca supimos quién fue el desubicado que había vociferado tantas peladeces contra las personalidades que más admiro en el infinito y más allá, incluso me desilusionó que K siquiera me supusiera capaz de un acto tan ruin, pero cuando vimos que las luminarias se recogían en la seguridad de la mansión, K terminó gritando consignas similares a las que acabábamos de escuchar. O sea que su botellita tampoco traía sólo agua.
Después de un silencio, me dijo:
–Ven. Tengo una solución.
K me tomó del brazo hacia su enorme auto, cuyas medidas autorizaban para denominarlo como lancha. La tristeza me hizo sentir agotado. Pensé que rodearíamos la mansión en busca de otro acceso, pero el ronroneo del motor me arrullo hasta dejarme dormido en el acto.
Debimos recorrer infinidad de callecitas, bulevares, carreteras, vías rápidas, más callecitas oscuras, hasta que K me dijo:
–Hey, bato, despierta, vienes babiando. Y apestas a puro tequila –me dijo oliendo a vodka.
–Óntamos…
Habíamos llegado a mi hotel. Nada de accesos secretos a la mansión, nada de intervenciones en el cónclave selecto. Mi súbita celebridad no había servido de nada. Yo no era nadie. El destino de las letras se decidía sin mí.
K tomó mi llave, bajó del auto y abrió la puerta de mi habitación. Fui a seguirla con la clara intención de hacer pucheros y llorar en su hombro, cuando escuché que se abrían las puertas del auto estacionado junto al nuestro. Recordé todas las advertencias contra la peligrosidad de Tijuana. Me vi torturado en busca de alguna confesión. O doblegado por cuernos de chivo disparados contra mí por equivocación. Qué poca madre, pensé: los escritores no me reconocen y los narcos me confunden. Volteé de inmediato para gritar: “En la cara no, que soy artista”…“No disparen, sólo soy un escritor malo” cuando de pronto vi un par de norteñas enormes con vestimentas poco discretas.
Escuché la voz de K diciendo:
–Trátenmelo bien, muchachas. Este hombre es muy importante: es el escritor más malo del país.
–Tá bien.
Las señoritas, más altas que yo, me empujaron hacia la habitación. Sólo alcancé a escuchar a K diciéndome:
–Sólo son prestadas por una hora. No te vayas a quedar dormido.
Una vez dentro, las chicas se deshicieron intentando complacerme.
–Tómese su tiempo, apá, no hay lío si es más de una hora, edá? –dijo una.
–Simón, no hay tos –masticó la otra junto con su chicle.
Me bailaron, me encueraron, me masajearon.
Me estrujaron, me besuquearon, me consintieron.
Me enseñaron todas las posibilidades semánticas de la palabra sándwich. Yo les enseñé lo que significaban un hipérbaton, una sinécdoque y, sobre todo, un encabalgamiento.
–Uuuuun queeeeé? –se reían como locas.
–En-ca-bal-ga-mien-to…
–Jaaaaa ja ja.
–A ver, digan conmigo: perífrasis o circunloquio.
–Jaaaaa ja ja, qué señor tan lindo.
Ya en la cama, me sentí como una carcacha entrando a los rodillos de esos autolavados para que les pongan una zarandeada chingona por todas partes. Obviamente hubo gritos y pataleos sin cuartel.
Al final, cuando las huercas se vistieron y me cubrieron con las cobijas como si fuera su bebé, me quedé pensando en lo triste que resulta ser un autor que no es reconocido por sus colegas.


FIN


[Jóvenes protestando en la FIL de Guadalajara por los altos precios de los libros. Ojalá que este año también protesten por la mediocridad de los mismos, no? Foto del periódico Público.]





[Escenas del motín en TJ]