9 may 2009

UN ESCRITOR Y SU HIJO

La gente cree que la exigencia profesional de un escritor se corresponde en una medida justa con sus retribuciones económicas. Pero está muy equivocada. Y cuando un escritor es malo, resulta aún peor.
Hay que pagar la comida, el techo, la ropa. Las palabras lo dicen todo, porque a diferencia de otros profesionales (incluso del hampa o de la política), una expresión como “hacer el súper” en mi caso se limita a “conseguir qué comer”; “comprar una casa” se reduce a “pagar el techo”; e “ir de shopping” se constriñe a “buscar qué ponerme”.
El caso es que ayer por la mañana agarré a mi hijo, un bodoque inquieto y risueño, y me lo llevé a renegociar mis deudas con la arrendadora de mi covacha. Ni siquiera me cuestioné si estaba usando al niño para apelar al chantaje sentimental: ni modo, pensé, tú también comes, así que a chambear con tu papá. Si otros artistas utilizan changuitos amaestrados, yo al menos soy escritor… Si ellos se aprovechan de que la música seduce a humanos y a animales, yo vivo de transmitir palabras, que sólo le incumben a otro humano.
Ya en el camino me topé con una mujer de acento extranjero que le decía a su retoño:
–Ése es un Coche. Y ése es un Árbol. Mira la Fuente, tiene Agua, allí va un Pájaro…
La escena me estrujó el alma por varios motivos.
Primero me estremeció la ternura propia de la enseñanza natural, instintiva: el paso del conocimiento milenario de una generación a otra, esa transmisión que ha asegurado nuestra supervivencia en el mundo. El resguardo de algo tan valioso como el lenguaje, el vocabulario, la palabra. Todo eso en un acto tan banal que ahora pasamos por alto y que hasta puede resultarnos chocante por sí mismo, aún más viniendo de una fuereña que hablaba mejor que nosotros, y que por lo mismo sonaba raro, mal…
Segundo, me hizo saber que yo no pasaba tanto tiempo con mi propio hijo.
Tercero, la imagen de esa mujer nombrando al mundo, objeto por objeto, me hizo recordar aquel cliché de que los escritores reinventan, o cuando menos renombran, al mundo. Y terminan creando otro. Un mundo de ellos, sí, pero un mundo para nosotros, para todos.
En pocas palabras, me sentí hecho pedazos y estuve a punto de regresar a mi casa –que es su casa– a llorar.
Como pude, me rehice y proseguí mi plan. Para ello hay que realizar un largo viaje a pie por el centro de la ciudad, usar el metro, y todavía caminar un trecho por una zona arbolada y vistosa que parece de otro país.
Cargaba a mi hijo en brazos, en silencio, dadas las prisas. Llegamos al enorme edificio de la inmobiliaria con un esquema para renegociar nuestra deuda, la corredora encargada de nuestro expediente me conocía a la perfección… Pero antes de llegar a ella debíamos pasar por el filtro de las recepcionistas. Esto me vino a la memoria cuando vi que nos atendía una nueva empleada en el puesto, misma que me hizo pasar por todo el ritual como si fuera un contratante nuevo para la empresa:
–A qué viene?
–Lo que pasa es que soy escritor y…
–Profesión?
–Le acabo de decir que soy escritor…
–Cómo que escritor?… Eso no aparece en las opciones de este programa… –reclamó presionando varias teclas de su computadora, sin valorar que llevara a un niño en brazos.
A ver, intenten explicar a una empleada lo que es un escritor, su importancia histórica, antropológica, su propósito de transmitir conocimiento a lo largo de milenios, preservando y cultivando y desarrollando algo vital para la especie –incluida ella–, como el lenguaje, sin importar que la pobre no juntara dos mil palabras. Haciendo cálculos estrictos, mi hijo habría de rebasarla en un lapso relativamente corto, si antes no nos quedábamos sin techo por culpa de ella.
En fin, una vez que pude dejarla atrás, conseguí abonar un descuento a mi deuda con el fin de postergar el resto. Abandonamos las ostentosas oficinas de la inmobiliaria, la cual, dicho sea de paso, se enriquece ofreciendo una vivienda indigna a una muchedumbre de pobres diablos como yo. Nuestra miseria es su riqueza.
Lo importante fue que, saliendo de allí, pude ejercer el don hasta entonces negado: nombrar el mundo. Y no sólo para mí, o para unas hojas que nunca encontrarían lectores, sino para mi hijo. Lo hice para sentir ese placer básico de la comunicación. Y pese a la opinión de los profesionales del ramo, no me limité a “comunicar”, sino a heredar conocimiento. Al enseñar fuente-agua-pájaro, la mujer extranjera estuvo rebasando, sin saberlo, las meras palabras aisladas: enseñaba un sistema. Algo más incluyente, más significativo, global. Algo tan importante como los instintos, pues asegura la supervivencia de la especie.
Así que al llegar al Zócalo y caminar rumbo a la Alameda, de vuelta en nuestro territorio, ansioso, comencé con mi nene:
–Mira, estos puestos ambulantes!… Qué linda piratería! Aquí hay montones de películas provenientes de todo el mundo, muchas sin estrenarse siquiera; y paquetes con telenovelas enteras –me pregunté si debía enseñarle la palabra “telenovela”, tan barata e injusta con los verdaderos novelistas, pero como pronto se habría de insertar irremediablemente a su vocabulario, consentí–; y mira aquí, esto se llama pornografía, Las colegialas por la puerta trasera, dice en inglés, aunque no son colegialas de verdad, hijo, sino señoras disfrazadas de muchachitas. Pero si quisieras menores de edad, aquí está Minifaldas y colitas de caballo, traducción aceptable de Ponytails and miniskirts, junto a Dumbo y Baby Einstein. No te gustan? Mira a esta niña que está revisando las portadas como si nada…
–Señor, si no va a comprar…
–Ya, ya, que las compre la niña, yo sólo estoy educando a mi hijo…
Con el sol cayendo a plomo, nos alejamos rumbo al Eje Central. Sentí que me faltaba el aire, y sin aire no hay palabras, al menos para hablar. El brazo izquierdo, asignado para cargar al niño dado que soy diestro, se me había adormecido, así que realicé el cambio pertinente y proseguí con mi función:
–Vamos por acá…
Entonces, junto a un puesto de tortas, vi a un pelón ofreciendo unos sospechosos papelitos, muy disimuladamente, según él. Le dije a mi primogénito: ese señor pelón que acabamos de pasar junto a las tortas está disimulando que no vende papelitos con coca, muy baratos. Hace todo lo posible para disimular que eso es lo único que no está haciendo, para que todos nos enteremos de que está haciéndolo… A fin de cuentas casi no es coca, sino anfetaminas molidas, principalmente, así que el precio está bien, quizá un poco elevado. No importa: mientras disimule bien, es decir, mal, parecerá que no está haciendo lo que no disimula que hace… Bueno, ya pronto entenderás… Te pongo un ejemplo más sencillo: esas cajas grandotas sólo pueden ser televisiones de contrabando, por el tamaño. Aquellos señores en la esquina que ni las voltean a ver, han de ser rusos, o algo así, los otros son asiáticos, y los demás son tus paisanos… Y allá está la patrulla, es la policía, que se encarga de que no suceda nada de lo que está sucediendo…
Me detuve para explicarle lo que eran las fritangas, pero el mediodía estaba a punto de freírnos, de convertirnos en fritangas con pelos, como las que vendían allí. Por instinto busqué una sombra, perseguido por una voz que me inquiría si quería mi sope sencillo o con pollo. El panorama se tornaba borroso y me pregunté si ése no era el modo más adecuado para enfocar mis alrededores. Caminé asegurando a mi hijo entre los brazos y le dije:
–En fin, compadrito, ya no puedo más, éste es el Eje Central, que cuando yo tenía tu edad se llamaba Niño Perdido…
Entonces me cuidé de no dar un paso en falso entre la multitud y caer en el arroyo vehicular, con el riesgo de que se convirtiera en arrollo vehicular. Mi hijo lo miraba todo con suma curiosidad, pero con un gesto de indiferencia, o de familiaridad. Como si esa jungla desquiciada no fuera tan difícil de entender, o como si la comprendiera de antemano y sólo estuviera reconociendo el terreno.
Al pie de la Torre Latinoamericana, al borde del colapso, balbuceé:
–Yo nací de aquel lado, yendo tres calles sobre Victoria, pasando el Barrio Chino. Pero ese pastelote de mármol que ves por allá, apréndetelo bien, es el Palacio de Bellas Artes, a donde sólo entran los escritores más importantes del país…


[y aquí un video para celebrar el Día del Niño y el Día de la Madre]:

7 comentarios:

La Bota y la Falda dijo...

Maravilloso! Ya quiero un hijo.

M*

aeromusa dijo...

Enseñarle el valor de la vida urbana a tu hijo... no tiene precio.


Sobre todo mostrarle el valor de la piratería. Hahahaha


Genial!!!

arthur stone dijo...

Me gusta este relato, creo que eres muy irónico con lo que te rodea y utilizar a un niño para demostrarlo me parece una idea muy buena y bonita...


Saludos...

Sonia dijo...

Me alegro de haberte descubierto, eres muy bueno.

Te seguiré de cerca,

Un saludo desde Barcelona.

Sonia

neros con la playa dijo...

Escritor malo? Deberías leerme.
La verdad, es muy bueno; y el final, aún mejor. Tan ad hoc con el título del blog y... la emoción fluye y no se puede soltar.
Bueno, bueno.
Un nuevo seguidor.
Tal vez un día puedas leerme, eso me alegrará sobremanera.
www.escritoresdelacrisis.blogspot.com

roche dijo...

Que genial...que bonito.

Y ojala leyeran esto los idiotas que hacen comerciales antipirateria para cinepolis ¬¬
Saludo desde Mexicali.

Aura Sabina dijo...

Em encanta tu porsa tan fluida y desparpajadamente intensa.