25 mar 2009

ESCRIBATOR 2

Escribator va al taller

por Anónimo Hernández

Nunca me creí digno de un taller literario; me costaba atribuirme el derecho de quitarle el tiempo a los demás…
Pero siempre hay una primera vez.
Ennio, un amigo, después de leer Escribator, puso un gesto de desconcierto y me dijo:
–Por qué no lo llevas a un taller. Puede que no sea lo mejor, pero al menos te dirán algo.
Mientras Ennio anotaba los datos, me hizo algunas advertencias respecto a los usos y costumbres de los talleres, pero no le presté mucha atención. Días después, me lancé hacia el taller con la esperanza de su vigencia.
Tuve que cruzar toda la ciudad y, pese a mis esfuerzos, llegué cuando la sesión había comenzado. Para mi sorpresa, el ambiente era menos solemne que lo que creí, quizá porque afuera reinaba una soleada tarde de primavera. Sin embargo algo no cuadraba con el optimismo de mis expectativas, no supe precisar qué.
En ese momento, una muchacha con aspecto de oficinista se presentaba ante los asistentes y explicaba que “siempre había querido escribir”, que “tenía montones de cuadernos con cosas que escribió cuando era niña”, y otros argumentos por el estilo. Los demás asistentes no dudaban en mostrar que habían escuchado ese tipo explicaciones muchas veces:
–Y ahora que el cáncer parecía estar consumiéndome pensé que no quería morir sin intentarlo.
–Por eso nos traes tu primer texto –dijo el coordinador.
–Sí, maestro. Le ha gustado mucho a mi familia y a mis amigos –dijo la inocente esbozando una sonrisa que contrastó con la cara de fuchi que pusieron los demás. Según Ennio, ese taller se caracterizaba por atraer a jóvenes promesas que ya contaban con algunos triunfos.
El coordinador, que parecía recién bañado después de tres meses sin hacerlo, preguntó si alguien más leería en la sesión. Los participantes, quienes a su vez parecían sobrinos del coordinador, voltearon hacia cualquier lado como si no los involucrara la moción. Ansioso, levanté la mano y me presenté con las frases que se han convertido en mi tarjeta de presentación:
–Hola, mi nombre es Anónimo Hernández, soy un escritor malo. No le temo a las rimas ni al lugar común. Es más, disfruto con las cacofonías y la reiteración.
Una sonrisilla sarcástica se dibujó en el rostro de las joyas en bruto.
De la lectura de la muchacha oficinista no retuve gran cosa porque mi biblio-narcolepsia se agudiza al “escuchar” literatura. Hice un esfuerzo por mantener los párpados abiertos y disimular los bostezos. Lo que sí recuerdo es que el texto tenía pasajes buenos, sinceros, por lo que no me pareció justo el maltrato que recibió durante los comentarios. “Cuando la muerte te ronda, refresca la fiebre de tu cuerpo enfermo, te alivia”. Nadie reparó en el oxímoron, por ejemplo, el cual me recordó a: “Tápame con tu rebozo, Llorona, porque me muero de frío”. En cambio, la criticaron como si fuera una escritora curtida y experta. Por favor, la joven venía saliendo de un tratamiento contra el cáncer. Si aquello hubiera sido futbol americano, el réferi los habría castigado por “rudeza innecesaria”, pero aquí el coordinador apenas se mesó las barbas. La chica parecía a punto de recoger sus cosas y partir llorando. Para ser francos, yo había leído infinidad de cosas peores en las revistas y suplementos que Escribator había destruido en su momento. Lo cierto fue que no me atreví a mencionarlo porque ahora seguía mi turno.
Intenté escapar, no pude.
Leí mi texto y diré, para conservar el ambiente mortuorio, que se hizo un silencio sepulcral. Cada integrante de la mesa parecía mirar por la ventana de su propio autobús. Entendí que la tarde soleada no coincidía con el ambiente sombrío del convivio. Hasta que por fin un jovencito, con el peinado cuidadosamente despeinado, opinó:
–No tengo nada que decir. Esta historia es un disparate, resulta totalmente increíble…
–Pero la literatura debe hablar sobre lo inusual… –me apresuré a intervenir.
Los participantes pusieron ese gesto de los alumnos que se quejan con su maestra de primaria y dijeron a coro:
–Está defendiendo su texto…!
En realidad no estaba defendiendo nada, de hecho nunca pensé que me estuvieran atacando. Pero el maestro me reconvino arqueando un poco las cejas. Entonces otro mozuelo, enfundado en un pesado abrigo negro, escupió:
–Es que todo está mal, desde el título … Por qué debe llamarse Escribator?
Entonces recordé que Ennio ya me había prevenido: “Se atacan como perros con el pretexto de que el aspirante a escritor debe aprender a enfrentar las críticas”, pero en su momento creí que era sólo una forma de decirlo, no algo literal.
Tímido, apenas me atreví a deslizar:
–Alguna sugerencia?
El muchacho me castigó con la mirada por haberlo interrumpido, pero después se animó a proponer:
–No sé, podría llamarse Robot Corrector de Estilo
–Algo así como Correktor…?
–No, no! Por qué en inglés! Algo en español: Robot Corrector Literario, no sé…
–Sí, el nombrecito debe cambiar. Algo en español va por buen camino –dijo el Coordinator.
Otro despeinado metió su cuchara: “Hay algo que me salta…”. Pues ojalá no sea una pierna, pensé.
–Que vengan productores de Hollywood a buscar a un desconocido, resulta inadmisible –añadió.
Quise aclarar que todo había sido cierto, pero entonces comenzaron a tundirme entre todos.
–Sí, tampoco es creíble que un superhéroe se preocupe por la literatura…
–No sé qué quisiste hacer, pero esto no es un cuento, no hay un conflicto…
–No?
–No, porque tampoco hay un antagonista definido…
Según yo, sí. Pero sólo dije:
–No?
La frustración me hizo creer que Escribator, quien yacía plácidamente en las páginas frente a mí, echaría a andar sus mecanismos para levantarse y defenderme. Pero otra andanada de kryptonita terminó por aplacarlo:
–Explica: si el robot te destruyó en tu historia, cómo es que estás aquí.
Es verdad, cómo es que estoy aquí, pensé. No sirvo para esto.
–Y por qué eso de “afamada librería”? Por qué no decir el nombre? –apuntó la oficinista mostrando que había aprendido de inmediato la lección: tuvo la oportunidad de desquitarse y no la desaprovechó.
–Sí. Además, en los suplementos y revistas hay buenos escritores.
–Y supongo que entre los libros que tu “superhéroe” destruye debe de haber algunos de los que hemos escrito nosotros –reclamó el del abrigo.
Ya salió el peine, a dónde vine a caer, pensé. “Ten cuidado, en los talleres se incuba el ambiente malsano que pervive en el medio literario”, me había advertido Ennio. Me sentí como niño ridiculizado en clase. “Ya verán, pendejos, Escribator les va a partir la madre”, maldije en silencio. Pero, como en la primaria, sólo alcé la mano para decir:
–Maestro, me da permiso de ir a hacer pipí?
–No.
Para no alargar el cuento, me hicieron ver que mi relato era inservible y que debía cambiarlo por completo. De haber podido, me habría arrugado, me habría hecho bolita y me habría arrojado al cesto de basura. Sin embargo, aún me escuché suplicando:
–Podrían darme algunas sugerencias?
El muchacho del abrigo, quien debía tener la temperatura de las víboras porque no sudaba una gota pese al calorón, dijo:
–Se me ocurre que podrías llevar tu Machina Letrata a un taller.
–Sí, ésa es una idea afortunada –añadió otro–, jugar con la noción de un taller que sea mecánico y literario.
–Un lugar donde se practiquen los ajustes necesarios para hacer creíble tanto al cuento como al robot –sugirió la oficinista, maldita traidora.
Aquello fue un aluvión de ideas, mismas que fui anotando sin importar los calambres en el puño y el antebrazo. Me pareció extraño que se pasaran por el arco del triunfo la inmejorable oportunidad de conversar con el autor, conocer sus intenciones, saber si éstas cuadraban con el resultado final. No entendí cómo podían sentirse tan seguros de que sus consejos eran los más adecuados, pero los decían con tanta convicción que al término de la sesión, con ojos humedecidos, me despedí de mano agradeciéndoles su ayuda.
Al salir me pregunté si Ennio no habría sido víctima de aquel infausto sistema, de ese nido que incuba a las víboras que después leemos cada fin de semana en todos los suplementos y revistas, como él mismo lo había definido. Una víctima más. De hecho pensé que el cabrón nomás me envió allí para librarse de darme un comentario.
El caso es que a partir de aquella tarde pasé días y noches quitando tuercas, cambiando piezas, aceitando engranajes. Fue así como mi Machina Letrata se convirtió en Machina Castrata. Sí, amigos, Escribator, el entrañable superhéroe, pasó a convertirse en Aspirator: una simple aspiradora, compuesta por un juego de palabras con la palabra “aspirar”: un artefacto doméstico que aspira a ser escritor y que, mientras tanto, tiene que tragarse toda la mugre.

Fin

[Dos reseñas de películas de "cierta-ficción" y superhéroes por mi crítica de cine favorita: la adorada Raquel Revuelta]






2 mar 2009

ESCRIBATOR

por Anónimo Hernández

Jamás sospeché que una huelga de escritores en Hollywood traería a varios productores a las puertas de mi casa. Al principio me sorprendí y supuse que debía tratarse de una confusión, pero viéndolo bien, resultaba natural. En su momento me lo expliqué así: yo no estoy en huelga; les salgo más barato; y sus obras son tan malas como las mías.
Provenientes de varios estudios cinematográficos, los hollywoodenses me pasaron montones de películas (que nunca pude ver porque mi tele no funciona desde hace años), lo mismo que algunas carpetas con recomendaciones técnicas; de entre éstas, hubo una que llamó mi atención y terminó por persuadirme: “En el desarrollo de sus historias, siéntase libre de mezclar distintos tipos de géneros, personajes, lugares. Por ejemplo: combine millonarios con vampiros; zombies con jugadores de hockey; drama con horror…”, etcétera.
Con tantas licencias poéticas pensé que sería una tarea de lo más fácil, pero después resultó que no se me ocurría nada. Pasaron días tan tranquilos y soleados que no se inquietaba ni mi imaginación. Días que se convirtieron en semanas.
Hasta que comenzaron las llamadas de larga distancia. A diferencia de los escritores gringos, a mí me pagarían a destajo y sin adelanto alguno. Y aún así los telefonemas fueron aumentando y recrudeciéndose hasta que llegaron a las amenazas de demandas legales, de vetos, y hasta de extradición, como si fuera un narco. No me sentí en posición de reclamar nada, por el contrario, me asusté tanto que me escondía bajo la mesa cada vez que sonaba el teléfono. Me aboqué a seguir las sugerencias que me habían dado con el fin de inventarme un sistema creativo, cuyos generales enumero aquí.
Primero, vinieron a mi mente (a mi rescate) varios amigos de juventud, principalmente el Gumaro. Éramos un grupillo de golfos que bebíamos cerveza refugiados en los zaguanes de distintas vecindades. Una noche, el Gumaro, embelesado por una película en boga, y ya medio pedón, pidió que a partir de entonces le llamáramos el Terminator.
–No seas ridículo…
–Qué tiene…
–Nadie inventa su propio apodo.
–Además, te pondríamos el Kelvinator, no el Terminator
–A huevo, tienes más cuerpo de estufa que de refrigerador!
–JAJAJAJA…
Allí hallé mi primer componente.
El segundo provino de otro héroe fílmico de la época, Robocop, cuya indumentaria lo hacía más impresionante que Schwarzenegger –con todo y su cara de robot, su inglés de robot y su mentalidad de robot–: un exoesqueleto metálico y resplandeciente le quedaba de maravilla a mi protagonista.
El tercer elemento sólo podía provenir de lo único que me importa en la vida. Mi superhéroe, inmerso en un medio ignorante y vulgar, buscaría hacer justicia a una de las máximas manifestaciones del hombre: la Literatura Universal.

Saliendo de un auto futurista en plena colonia Doctores, estremeciendo el pavimento a cada paso bajo el peso de su armadura, cobró vida Escribator, el Defensor de las Letras.
Escribator. Un nuevo héroe, un héroe para nosotros.
Escribator: mitad androide, mitad estufa.
Sobre su pecho destacaba una especie de teclado de computadora que activaba parte de sus artilugios bélicos. Su casco simulaba un ratón (de computadora, no de biblioteca). Y de sus puños sobresalían dos finos cañones en forma de pluma fuente. Una chingonería. Sobre todo porque su arsenal producía sonidos como: Pfffffffffff! Yyyiiikkk! Chiu-chiu-chiu!
En pleno Bronx mexicano, un barrio muy cabronx, Escribator inició su labor justiciera contra lo primero que le indignó: los anuncios de negocios que leían: “Hamburgesas y jodogs”, “Proibido miar aqui”, “Tortas gigantes Las Moustrosas”, “Jugos y Yugurs”, “Cluchs y amortigüadores”, etcétera, achicharrándolos con su lanzallamas: Pfffffffffffff!
El héroe prosiguió sus labores aplicando el infamante Calzón Chino a todos aquéllos que escuchaba diciendo cosas como “mas sin embargo” o peor aún “mas sin en cambio”.
–A-la-alberca! –comenzó a sentenciar, como parte del folclor heredado de su tío el Kelvinator, con una voz robótica que, mas sin en cambio, recordaba mucho al Charro Avitia.
La gente gritaba dispersándose por las calles presa del pánico:
–Corran!
–Huyamos a estudiar gramática!
Implacable, Escribator centró después su atención en los puestos de periódicos. Revisó las revistas de chismes, las publicaciones deportivas, los semanarios sensacionalistas. Al llegar a los suplementos culturales, por un error de su creador –o sea, mío–, se vio imposibilitado para maniobrarlos hábilmente. En busca de un buen escritor, las lajas de papel se escurrían entre sus dedos mecánicos desfoldándose y volando por los aires, cual gaviotas a la mar.
Yyyiiiikkkk. Quedaron reducidos a tiras.
Enfurecido ante tanta ignominia lingual, Escribator tiraba los kioskos y les prendía fuego con su lanzallamas, dejando un panorama de destrucción tras de sí. En ese momento me di cuenta que la limpieza literaria, propósito para el que fue creado, estaba yendo muy lejos, casi como la limpieza étnica de los Balcanes.
Y al igual que otras bestias creadas por el hombre –creadas concretamente por un escritor– Escribator finalmente cobró vida propia.
Ha dejado de obedecerme. Ahora zarandea policías, voltea patrullas.
–A la alberca!… A la alberca!
Errando pero no errando, ha cruzado ya por varios barrios, populares y popoff…
Pero esperen!… Oh my God!… No! Ahora se perfila hacia una afamada casa de libros!
–Detente, esto es demasiado!
Entra destruyendo las puertas de la librería y reduciendo a escombros las mesas de novedades.
–A la alberca!
Se detiene cerca de las promociones como si revisara internamente los comandos a ejecutar:
–Primero-los-aburridos –sentencia su voz metálica.
–No, Escribator, acabarás con los teóricos, con los historiadores, los filósofos…
Chiu-chiu-chiu. Lanza una ráfaga de microbalas que reduce muchísimos libros a simple confeti.
Ha escapado de mi control.
–Ahora-los-parásitos…
–Qué? Destruirás a los críticos?… Qué haremos sin ellos!… No!
Yyyiiikkk. Rajados como serpentinas.
–Faltaba-un-poco-de-alegría-por-aquí… –ironiza para sí misma la máquina infernal, arrojando confeti y serpentinas por doquier.
Yendo de un lado a otro con su cuerpo de lavadora, decide su próximo paso:
–Siguen-los-pedantes-y-farsantes… Aunque-haga-verso-sin-esfuerzo.
–Eso no! Maldito! Acabarás con casi toda la literatura mexicana actual!…
Pfffffffffffff!
Fuego por todas partes...
De aquel paisaje apocalíptico sólo se han salvado unos cuantos libros, los de siempre...
El robot literario se detiene como si admirara su obra y buscara el toque final:
–Sólo-faltan-los-escritores-malos…
–Qué?… No puedes hacerme esto!…
–A la alberca!
–Soy tu amo!
Chiu-chiu-chiu.
–Aaaggghhh!

FIN


[Tomé esta imagen de un blog, pero no recuerdo el blog ni el crédito. Agradeceré la información. El mensaje es mucho más chingón que los pedantes anuncios de librerías Gandhi.

El video es una versión de las Mañanitas al estilo Pink Floyd para celebrar mi cumpleaños. Jaja! También tienen una versión de Pin-Pon al estilo Hotel California. Qué payasada!]